
Vanidad5 (5)
Le vi entrando en la sala del buffet, la vanidad personificada. Miré a un lado y al otro, pero en ese momento estaba solo, y sin duda se acercaba hacia mí. Pensé que había caído en una trampa con cebo. ¿Por qué me gusta tanto comer? Me pregunté angustiado.
La buena educación, que algunas veces como esta parece más adiestramiento, me impidió salir corriendo, que era mi deseo.
A una distancia de varios pasos me saludó por el nombre, y empezó a hablar. Ya no tenía escapatoria, y casi se me atraganta el canapé de salmón al que había añadido unas huevas de vete a saber de qué. Le di la mano izquierda, la derecha con olor al pescado me pareció descortés, aunque lo pensé.
Pronto adoptó su forma de hablar pausada, como pensando lo que iba a decir. No es que fuera insustancial, pero sí adormecedora, lo que se dice un coñazo. De vez en cuando asentía y decía algo, más por por compromiso, que por convicción. Mientras trataba de calmar la ansiedad con más canapés, y alguna que otra copa de vino, alternada con cerveza, que estaba bien fría, y según entraba sentía alejarme de aquel lugar. Pero, por desgracia, el efecto no duraba mucho.
Yo había acudido a aquella celebración con el ánimo de divertirme y, si la fortuna me sonriera, ligar. En lugar de ello veía como pasaba el tiempo y tan solo había comido, bebido y aguantado al pelma.
Aburrido y extraviado en aquel diálogo de sonido monótono, del que me había ausentado hacía rato, buscando dentro de mí, y por los alrededores, una excusa para abandonar la tortura. Pero no encontraba ni el pretexto educado, ni al conocido que me pudiera auxiliar, me sentía como un clavo olvidado en la pared.
Al final la bebida me ayudó, no a desinhibirme y mandarle al carajo, sino a requerir con urgencia una visita al servicio. Expuse mi premura y con una sonrisa condescendiente me amenazó, o así lo sentí, con un aquí te espero.
Y ahí le dejé, con su vanidad incontenida, sonriendo creyéndose interesante. Como es suponible, no volví.