
Un sábado largo0 (0)
Una vuelta por Madrid
El otro sábado bajé a Madrid, con la intención de ver cómo había quedado el Manzanares. Hace tiempo que se dejó fluir libre, pero no lo había visto. Además me apetecía mucho contemplar la cantidad de aves que se habían “afincado” en el río.
También coincidía que me sentía más seguro tras una operación de rodilla y quería probarla antes de volver a la montaña .
Eran algo más de las diez y media. El día parecía escogido. Un cielo nítido, de un azul claro con alguna nube decorando, que me recordaba a días de invierno de mi juventud. Empezamos a caminar desde el intercambiador de Moncloa por un sendero del Parque del Oeste. Bajo los tranquilos árboles vi algunas bicicletas, de esas de alquiler, abandonadas. No sé si consecuencia de una noche perdida, o de algún apretón, aunque debían ser bastantes los urgidos.
Bajamos paralelos a un cauce, todo muy zen, menos por las bicicletas dispersas. Luego seguimos hasta cruzar la vía del tren y llegar al Parque de la Bombilla. Hacía muchos años que no venía por aquí, durante un tiempo viví cerca pero todo había cambiado.
Por el paseo del Rey nos llegamos a la Ermita de San Antonio, que estaba abierta, la original, y pudimos ver los frescos de Goya. Sin detenernos demasiado, nos acercamos a la primera meta, el río.
¡Qué maravilla! Estaba bajo, pero limpio, y lleno de vida. A partir de aquí recorrimos un trecho largo, acompañados de ánades reales, gansos del Nilo, fochas comunes, chorlitejos, pollas de agua, alguna garceta, pequeños como herrerillos, verdecillos, petirrojos… y gaviotas, muchas gaviotas. Reidoras, sombrías y alguna patiamarilla, ya acogidas en este río, lejos de sus azules. Me quedé impresionado de la diversidad que había ocupado el Manzanares, aquel río infecto, ahora transcurría vivo.
Seguimos, con innumerables paradas, hasta un poco más allá del puente oblicuo, donde cruzamos el río, por la siguiente esclusa, ya era más de la una y apetecía una cerveza sentados en una terraza en el paseo, al sol. ¡Qué tranquilidad! El acostumbrado ajetreo de la ciudad no llegaba hasta allí. De vez en cuando las gaviotas remontaban el vuelo en bandadas, todo un espectáculo. Sí, lo he visto muchas veces en el mar, pero estaba en el Manzanares.
Nos pusimos de nuevo en marcha, sin dejar de seguir las evoluciones de los pájaros, hasta cruzar de nuevo el río, antes del puente de Toledo. Seguimos un paseo sinuoso, salpicado de vegetación, árboles, arbustos, y los sempiternos plátanos, hasta llegar al comienzo del Parque de Arganzuela, limitado por un original puente envuelto por un armazón enroscado.
Dejamos la tranquilidad del río para introducirnos entre los edificios con la intención de llegar al Mercado de San Fernando en Lavapiés. Antes de llegar hicimos una parada en Tabacalera, donde había una exposición de Pilar Albarracín, confieso mi ignorancia, no tenía ni idea de quién era, ni siquiera lo que quería expresar, algo así como una denuncia para “deshacer los estereotipos sociales y mostrar la enorme injusticia que subyace en la actual distribución de los roles de poder entre hombres y mujeres”, buen propósito, pero no me enteré de nada.
Por fin nos dirigimos hacia el mercado, donde habíamos quedado con otra parte de la familia. ¡Qué diferencia! ¡Un hormiguero, pero con sobrepoblación! No acostumbro a frecuentar sitios abarrotados, me generan incomodidad, no es una actitud antisocial, es simplemente un razonamiento sobre la necesidad de estar con una multitud localizada en un lugar, ¡con la de espacio que hay libres de humanidad! En medio del gentío piqué a trompicones en un puesto portugués, que entre los empujones y la cara de amargura del camarero, no quise repetir. Mis acompañantes, más acostumbrados a las aglomeraciones, no parecían preocuparse por tanto rozamiento.
Salimos con la intención de llegar a una taberna andaluza, donde podría saciar un antojo de ortiguillas. Como el camino era largo, en el límite con el barrio de Las Letras, fuimos haciendo escala en algunos bares, que no había prisa y sí mucha sed.
Llegamos a la taberna andaluza donde catar ese manjar con sabor a mar, la barra de la entrada estaba despejada, pero era solo un espejismo, al final del mostrador se abría un espacio con mesas abarrotadas de gente gritando, y no era el espectáculo, sino la imposibilidad de hacerse entender. Pasamos a una mesa y, al mismo tiempo que se acercaba el camarero a por el pedido, se arrancó uno a cantar y rasgar una guitarra, en cuyo mástil se le debieron enganchar los dedos, yo por lo menos no le vi moverlos. Tras varios intentos, logramos hacer el pedido. Por fin llegaron las ansiadas ortiguillas y otras exquisiteces del mar, que disfruté a pesar de los alaridos del cantante y el griterío de la audiencia, bueno, audiencia si le estuviera escuchando, digamos de la concurrencia.
Salimos atronados, pero con el estómago agradecido. Aquí nos separamos y seguimos el grupo inicial, recorriendo calles para llegar a Moncloa. Callejeando, nos topamos con algo inaudito, varias comparsas de Moros y Cristianos de Alicante estaban desfilando. Claro, era el sábado de FITUR. Esta sorpresa nos animó, y decidimos alargar la ruta por Malasaña, recordando viejos tiempos. Cayó alguna que otra cerveza, que se repetirían en Chamberí.
Llevábamos más de once horas desde que empezamos cuando llegamos a Moncloa, donde terminó esta aventura por Madrid, con sobredosis de gente, que espero me dure una buena temporada.