
Tormenta de verano5 (8)
El fondo de la tarde se cubre de nubes oscuras anunciando la llegada de una tormenta de verano. Una claridad agrisada rasgada por repentinos fogonazos acompañados de un retardado ruido bronco, cada vez más cercano, avisan de la urgencia de las nubes por soltar su carga.
No tarda en cubrirse el paisaje de luces, ruido y la esencia metalizada y picante del ozono. Se dejan caer los primeros goterones, gordos, bastos, exagerados, impactando contra el suelo reseco, que como una coraza impide ser traspasado, y crea riachuelos, conforme se va animando la lluvia que corren desesperados buscando pendientes por donde poder evacuar y dejar espacio a la cada vez más intensa caída de agua. Algunas pequeñas esferas blancas, congeladas, acompañan la cortina húmeda cada vez más espesa, rebotando contra el suelo, saltarinas sin sentido.
La tempestad alcanza su apogeo borracha de rencor tras beber vapores calientes de mares, ríos, lagos y algunas piscinas. Mezclando sabores y residuos, en un voraz gaudeamus gaseoso que, tras mal digerir, devolverá de nuevo a su estado líquido y, en ocasiones como esta, también sólido.
Pero como toda tormenta de verano, no tarda mucho en ir aflojando, con toda la indignidad de no haberse controlado, pero la satisfacción de soltar lastre, se desplaza para seguir regando otras tierras hasta su extinción.
Queda el recuerdo de su paso en un arco irisado, olor a tierra húmeda y la impresión del desagradable polvo que flotaba en el aire en todo aquello que quedó en el exterior. Que durará hasta la siguiente tormenta, o incrustado esperando el cambio de estación, para terminar de borrarlo.
A pesar de ello compensa el agradable frescor que por un buen rato aliviará los calores del verano, dando un respiro a los pulmones, cansados de respiraciones sofocantes. Secando la piel perlada, que seguro ayudó, con su pequeño aporte, a alimentar a las insaciables nubes.