
Palabras4.9 (7)
Llevaba tiempo sentado delante del papel, sin que le vinieran las palabras. ¡Para una vez que me hacen un encargo! Se recriminaba la suerte. Había perdido las gafas y no encontraba dónde mirar en busca de inspiración. Sabía que tenía muchas palabras en un anaquel, le encantaba cazarlas, sobre su cabeza. Las veía moverse, metidas en frascos deseando salir, pero no podía distinguirlas, y dudaba escoger uno sin poder conocer su contenido.
Por fin se decidió. Escogería el más cercano y tiraría de la primera palabra, seguro que el resto la seguiría. Pero cuando casi le parecía tenerlo asido, erró. Tratando de evitar que se cayera el bote, se agarró a la balda y todos, él y sus capturas, terminaron en el suelo.
Eran botes de esos de plástico, que acostumbran a contener golosinas, altramuces o soldaditos. Al caer perdieron todos sus tapas, y las prisioneras escaparon. Fue un golpe muy duro para su orgullo de coleccionista. No podía dejar de atormentarse cada vez que miraba al suelo y observaba torpemente todas aquellas palabras correteando, escapando a sus fútiles intentos por atraparlas. ¡Que rápidas son las condenadas! Se decía. Se angustiaba pensando en la fecha cada vez más cercana de entrega del escrito.
Le faltaban muchas palabras para terminar y ahí estaban, esquivas, sucias, sin dejarse agarrar y pegar en la pared, ya había renunciado a volcarlas en el papel, se le escapaban en cada intento. Debía remediar la situación. Recordó la horca que tenía para peinar los miedos y fue a por ella. Armado, persiguió a los escurridizos vocablos, pero cada vez que ensartaba uno se deshacía en sus letras. Al cabo de un rato tenía el suelo perdido.
Ante aquella escabechina se le ocurrió arrinconar los retazos con un abanico. Cuando tuvo un buen montón los metió en un saco. Entró a la casa, y en un alarde de inspiración, se dirigió a la pared donde había empezado el texto e impregnó de cola el resto de la pared. Metió la mano y sacó un puñado de letras, que lanzó contra el espacio vacío. Así una y otra vez, con cuidado que no se apelotonaran, hasta que las tuvo todas pegadas. Le gustó la manera como se habían fijado. Se invitó a entrar, leyó lo que había escrito y no lo entendió, pero le pareció gracioso.
Transcribió el texto tal cual, y lo envió, con la duda de si recibiría el pago a cambio de tan estrafalario relato. Para su sorpresa fue un exagerado éxito, que hizo crecer su cuenta y mucho más su ego.
Pasado un año, lleno de congratulaciones, reconocimientos y adulaciones, y distanciado de la plebe incapaz de llegar a la genialidad, se dispuso a releer su libro, por enésima vez. Desde aquél triunfante día no había leído a nadie más.
Cuando se sentaba en su usado sofá se apagó la luz, tropezó y el libro cayó al suelo. Se agachó nervioso y a tientas desplazando las manos por el piso, lo buscó. Cuando lo encontró lo agarró y con fuerza posesiva lo apretó contra su pecho.
Tardó, pero la luz volvió. El suelo estaba lleno de palabras, revueltas, sin sentido, chapoteando en un charco viscoso. En el asiento estaba él, con un libro con las páginas en blanco y una Y mayúscula clavada en su corazón.
Ximena Zuleta, Actriz y periodista autora del libro «Muérdeme con un poema«