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Encerrados
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17 de marzo de 2020 4 Por Juan Aguilar
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Ya han pasado tres meses encerrados desde que todo empezó. Por sugerencia de las autoridades debíamos evitar desplazamientos innecesarios, contacto con poblaciones de riesgo, en definitiva, salir de casa. Al principio era una recomendación, luego fue obligación.

La gente se lanzó desesperada a aprovisionarse, sobre todo de mercancías básicas, leche, agua, comida enlatada, congelada y los sempiternos rollos de papel higiénico. Se produjeron altercados y tuvo que intervenir la policía.

La ciudad se fue vaciando, los locales cerrando, tan solo las tiendas de comestibles y las farmacias quedaban abiertas. Se decretó el toque de queda, desde las once de la noche a las siete de la mañana. Al poco tiempo se apagaron las luces en ese intervalo.

Cada vez se veían menos civiles por la calle y más fuerzas del orden. Al final tan solo militares enfundados en trajes estancos acompañando personas, por citación, a sellar las cartillas de racionamiento y recoger los paquetes de necesidades básicas.

Vienen por las mañanas con autobuses y nos trasladan a los nuevos puestos de trabajo. Nos han reasignado a nuevas funciones, por el bien de la sociedad. A mi grupo nos han encomendado instalar pequeñas antenas por toda la ciudad. Nos coordinamos con otro grupo que instala cámaras.

Patrullas recorren las calles en busca de infractores del toque de queda. Tienen permiso para entrar en las casas, comprobar que estamos separados. Pueden detenernos si lo consideran, e incluso disparar.

Nos dicen que pronto se recuperará la situación a través del único canal de información que tenemos. Esto se está alargando demasiado.

De vez en cuando se escuchan disparos en la noche, se habla, quedamente, de grupos de resistencia, no lo entiendo, ¿resistencia a qué?

Hoy en la fábrica, me han pasado un papel, casi no he podido controlar los nervios. En casa, con un ojo en la ventana vigilando me he puesto a leerlo. Dice que la pandemia ya pasó, que están aprovechando la coyuntura para reordenar la sociedad a su conveniencia, que nos tienen como rehenes, como esclavos, para servir a sus intereses. Lo firma un tal Frente de Liberación Ciudadana. La lectura me ha dejado pálido. No sé con quién puedo hablarlo.

Noto unos amortiguados golpes en la puerta. Miro y es mi vecino. ¿Está loco? Si lo encuentran le sancionaran. Siempre fue muy arriesgado. No me queda más remedio que atenderle. Está al otro lado de la puerta, me habla muy bajo, le entiendo algo sobre la resistencia. En la calle se han oído detonaciones a lo lejos. Estoy aterrado. Le dejo entrar.

En ese momento un tumulto llega desde la calle, nos asomamos con prudencia, a la ventana. Una patrulla ha capturado a un hombre, lo obligan a ponerse de rodillas, le esposan y se lo llevan de malas maneras. De fondo se oyen más disparos.

Las piernas me tiemblan mientras noto un sudor frío recorriéndome la espalda. El miedo queda debajo de la ira, cojo un cuchillo de la cocina y le digo a mi vecino: ¡Vamos!

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